viernes, 20 de febrero de 2009

Las Amas de Casa de la Postguerra

Desde una casa blanca ubicada en un hermoso y, estéticamente, repetitivo suburbio de New Jersey sale el delicioso aroma de un Pie de Manzana recién horneado:

  • Una mujer orgullosa ataviada al mejor estilo de Licile Ball se balancea con la escoba en mano por todos los rincones de la casa, que una vez convertida en una tacita de plata, sufre los embates de un grupo de rapaces jovenzuelos con los piés llenos de barro.
  • Una madre se cruza de brazos y lanza una pícara sonrisa tras la estela de tierra que han dejado los bribonzuelos en la alfombra, alguna vez inmaculadamente blanca, y dice para sus adentros: "niños..."
  • Una esposa esperando al jefe de la casa a la hora de la cena, mesa y ella ataviadas de gala. Velas, un pavo, pasteles y ensalada son los componenetes de un festin que culminará en la sala de estar: los chicos jugando, él fumando un puro mientras lee el periódico y ella le otorga un masaje en los piés.
  • Una hada madrina que se pasea por cada uno de las habitaciones de los chicuelos, los arropa, les canta y les da un beso en la frente, para luego llegar al cuarto principal donde cumple los labores de la amante a cabalidad, siempre pensando en el bienestar del rey de la casa que trabaja todo el día para traer el pan a la casa.
  • Una figura femenina que se despereza en la cama, y con una sonrisa en sus labios, dá las gracias por estar inmersa en esta sintética rutina de 8mm en blanco y negro.
El mundo está bien, el país está bien y ella está bien. Nace el delirio por la confianza, esa entrega por la esperanza en el bienestar, un acto de fé adornado con electrodomésticos y productos del consumo masivo, olor a canela con manzanas y andamios de hipotecas, nodrizas de los que 50 años después se convirtieron en hombres y mujeres adorarán a un becerro de oro llamado llamado Wallstreet, desvirtuando la importancia de las instituciones.

Alquimistas, mecías, magos y gurús de la mercadotecnia y la publicidad, llegan a los corazones del resto de la población convencidos en su capacidad de convertir el agua en vino, el plomo en oro, 3 céntimos en US$300 en 3 meses. La muchedumbre se agolpa a las puertas de sus templos financieros y se arrodillan a sus pies, escuchando sus prédicas de biblias dignas de la santa inquisición: sobreestimando la fe y subestimando la necesidad.

¿Cómo sostener un mundo habitado por seres que necesitan alimentarse y cuyos hábitos alimentícios no incluye la celulosa con la cual fabrican el papel donde se imprimen los billetes, bonos, acciones e hipotecas?

Este revuelo permitió que la productividad de los países fuera en rotunda decadencia, sólo aprovechada por aquellos que teniendo mano de obra barata, se convirtieron en los nuevos señores de la necesidad.

Repúblicas bananeras a diestra y siniestra, toman medidas que acogen con devoción materna las divisas provenientes de la exportación de materia prima, que no va a parar a manos de los que realmente la necesitan, sino son adquiridas por el mejor postor que esperará el momento preciso para la reventa, estancando la capacidad productiva del mundo y resultando en: alzas en los precios al consumidor final y aumento del desempleo. Si no hay qué producir se subutilizan los factores productivos, y por lo tanto comienzan los despidos masivos, a menos que la gente se condicione a nuevos términos que implicarán la disminución paulatina de su calidad de vida.

Surgen los movimientos extremos, dirigidos por los mismos apóstoles de la bonanza, que utilizan al ciudadano común como carne de cañon para sus propios intereses, independientemente del tipo de investidura: derechista o izquierdista, populista o facista. La confianza, como cualquier medio de cambio tiene dos caras, la primera siempre será la agradable, la otra será la del miedo a la ira del dios de la abundancia que prefiera servir a otros y se olvide de todo lo que he hecho por él.

No sé si, después de tanto alboroto a nivel mundial, el mundo pueda reparar los daños causados por aquellos bribones que nunca recibieron una zurra por haber ensuciado la alfombra de barro.

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